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TRAS CARTÓN   La Paternal, Villa Mitre y aledaños
 19 de marzo de  2024
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Rubén Darío, princesas y arrabal

Rubén Darío, princesas y arrabal

Hoy se cumplen 150 años del nacimiento de Rubén Darío. Lo recordamos reproduciendo la versión completa de un trabajo de Haydée Breslav del cual salió publicado un fragmento en la edición de febrero de 2006 de nuestro periódico impreso, cuando se cumplían 90 años de la muerte del gran poeta.

“Desde el Siglo de Oro las letras españolas son un desierto hasta Rubén Darío”. Así se expresó el poeta Vicente Huidobro sobre la excepcional obra del nicaragüense. El modernismo, en el que Darío participó y del que fue su máximo representante, significó una renovación fundamental en la poesía hispánica, y no solo se extendió por todos los países de la región, sino que fue el primer movimiento literario de origen americano que hizo sentir su influencia en España.
En los tangos La novia ausente y Solo se quiere una vez puede escucharse a Carlos Gardel recitar sendos fragmentos de poemas de Rubén Darío: se trata, respectivamente, de la (demasiado) famosa Sonatina y de la no menos conocida Canción de otoño en primavera.
Mucho se ha escrito acerca de la influencia que ha ejercido el modernismo sobre nuestra poesía denominada culta, y que puede apreciarse sobre todo en la obra de Lugones. Y si bien parecería que después de lo que Rodríguez Monegal calificó como “la injusticia de Borges con Darío” esa influencia se hubiera desvanecido, resulta que Raúl González Tuñón nombra al poeta nicaragüense varias veces, le consagra un poema en su Demanda contra el olvido y lo incluye entre los poetas favoritos del que murió al amanecer. Y más de medio siglo después de su muerte, el “divino Rubén”, como lo llamó Enrique Molina, inspiró a este un poema admirable: Francisca Sánchez.
También es notable la influencia de Darío sobre nuestros poetas populares y tangueros; por razones de espacio nos ocuparemos solamente de algunos de entre los más conocidos y representativos.
Así Felipe Fernández, “Yacaré”, considerado el primer poeta lunfardo, inicia su libro Versos rantifusos con un poema, Super rantifusoide, donde desde la dedicatoria “a Rubén Darío” pone de manifiesto quién fue su inspirador. Varios rasgos de la poesía de este, desde los sextetos de alejandrinos –impecablemente medidos y rimados por “Yacaré”– hasta el intenso lirismo y la peculiar temática, son tomados en clave de sátira en este poema, donde cada estrofa remata con un verso en el idioma del arrabal porteño. (“Un pequeño orificio en las frondas. La urna / celestial al silente murmullo; taciturna, / parece una muy lánguida melopea nocturna / ritmada en un eufónico romántico violín… / Y en las concavidades de celeste mayólica / nebulosa es la fiebre de mi añeja bucólica… /esgunfio en la catrera de un mistongo bulín…”).
En su excelente estudio sobre el primer tango canción –Mi noche triste, de Pascual Contursi, con música de Samuel Castriota– el poeta Oscar García sostiene que esa letra, como las que la siguieron, surgió de la búsqueda de una expresión propia por parte de los sectores populares y marginales de Buenos Aires, que no reconocían como suyos los paisajes y personajes de la poesía erudita de la época, que los seguidores locales de Darío impregnaron de belleza gratuita.
Otro poeta fundamental del tango, Celedonio Flores, elige parodiar a la nombrada Sonatina, respetando la estructura y métrica original; pero el lenguaje, que en Darío llega a ser rebuscado a fuerza de exquisitez, es en Celedonio un lunfardo desnudo y desenfadado. El lujoso e improbable palacio oriental pasa a ser una pieza de conventillo y la melancolía de la bella princesa es, en la versión arrabalera, un episodio habitual entonces, pero no por eso menos sórdido, de explotación sexual. (“Ya no quiere la mugre de la pieza amueblada, / el bacán que la shaca ya la tiene cansada, / se aburrió de esa vida de continuo ragú; /quiere un pibe a la gurda que en el baile con corte / les dé contramoquillo a los reos del Norte, / los fifí del Oeste, los cafishios del Sú.”).
En uno de sus viajes a Buenos Aires, Darío visitó la casa de otro destacado autor, José González Castillo. Así lo contó años después su hijo, Cátulo Castillo: “Mi padre lo recibió como el embajador de la cultura universal. El día que vino a comer a casa se puso champagne en la mesa. En ese tiempo la botella valía tres pesos, una fortuna si se tiene en cuenta que un vigilante ganaba cuarenta pesos. Darío hablaba con un leve acento centroamericano, pausadamente, con voz grave, y mezclaba su castellano con innumerables palabras francesas porque utilizaba el francés con soltura y se complacía en hacerlo”.
Precisamente, el “galicismo mental” achacado a Darío afectó también a González Castillo y a muchos otros que vinieron después (“…alentaba una ilusión / soñaba con Des Grieux / quería ser Manón”, Griseta, con música de Enrique Delfino).
En 1972 escribió Roberto Fernández Retamar que “los modernistas, en general, son quienes (…) lograron dar voz propia al continente, y conocieron esa intercomunicación que algunos pretenden atribuir solo a la ahora nueva literatura”. Y nombra a Martí, Darío, Rodó, Quiroga y Lugones, para incluir después a Vargas Vila y a Amado Nervo. Un poema de este último constituyó el origen de una página fundamental de nuestro cancionero.
Es sabido que Gardel conoció el poema El día que me quieras, del mexicano, y al no coincidir los versos con su música interna, le pidió a Le Pera que hablara con los descendientes del poeta para que lo autorizaran a hacer un arreglo poético cantable. La versión de Le Pera mejoró el poema original, podándolo de hojarasca y de artificios; y ensamblada con la nobilísima melodía gardeliana, se convirtió en un clásico que trascendió el tiempo y la distancia. Se ha dicho que en Enrique Cadícamo la influencia modernista alcanza su máxima expresión, que culmina en la inclusión de un fragmento de la Sonatina en La novia ausente, que lleva música de Guillermo Barbieri. Si bien este autor es capaz de imágenes logradas (“triste como el eco de las catedrales”), también es cierto que su lenguaje no tiene la riqueza ni la tersura que ostenta el de Darío, y está lejos de la extrema sensibilidad de este. La influencia modernista se limita más bien al tratamiento de personajes –muñequitas dulces y rubias, pálidas princesas– de situaciones –todos beben champán, lo que por otra parte facilita la rima– y de ambientes –un clima intimista, de boudoir, contrasta con el exterior inhóspito y oscuro–.
Como hemos dicho al principio, también incluye un fragmento de un poema de Darío un autor no muy difundido como Carlos Atwell Ocantos, cuyo seudónimo, Claudio Frollo, es también un homenaje literario, en este caso a Víctor Hugo, pues, como se sabe, se trata de un personaje –curiosamente, el villano– de Nuestra Señora de París.
Párrafo aparte merece Discépolo, quien, como señala el poeta Roberto Díaz, “grita con corcheas y bemoles lo más profundo de su ser”. Ese grito áspero y desnudo que, sin temer la inflexión grotesca, desenmascara las miserias de la gran ciudad, poco y nada tiene que ver con el sensual exotismo y la suntuosidad lírica de Darío, quien aun en la imprecación persigue la forma.
En los poetas que vinieron después e hicieron posible que la del 40 fuera la década de oro del tango, la influencia modernista se fue atenuando; como muchos integrantes de su generación, se inclinaron por un neorromanticismo intimista y nostálgico, alejándose del esplendor verbal de Darío. Sin embargo, a él deben la musicalidad de los versos, la audacia de la metáfora. Manzi no duda en emplear una constante de la simbología modernista (“En un álbum azul están los versos / que tu ausencia mojó de soledad”, Ninguna, con música de Raúl Fernández Siro); y en algunas páginas de Cátulo Castillo encontramos ecos de los acentos más melancólicos y entrañables de Darío, los de A Francisca (“Tus ojos eran puertos que guardaban ausentes / su horizonte de sueños y un silencio de flor / pero tus manos buenas regresaban presentes / para curar mi fiebre desteñida de amor”, María, con música de Aníbal Troilo).
También pueden hallarse en el modernismo el origen de las sinestesias de Homero Expósito (“Trenzas del color del mate amargo / que endulzaron mi letargo gris”, Trenzas, con música de Armando Pontier); el sorprendente afrancesamiento de Julián Centeya (“Medianoche parisina en aquel café-concert / como envuelta en la neblina / de una lluvia gris y fina…”, Claudinette, con música de Delfino) y el erotismo –aunque muy velado– al que esporádicamente se animan García Jiménez (“…en los lirios de tu piel / todo mi ayer se perfumó”, Rosicler, con música de José Basso) y José María Contursi (“…escucho siempre tu voz, toco tu piel / tu piel de raso y de jazmín”, Tu piel de jazmín, con música de Mariano Mores).

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