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Diego Rivera: el muralismo mexicano

Diego Rivera: el muralismo mexicano

Se cumplen hoy 65 años de la muerte en Ciudad de México de Diego Rivera, uno de los representantes más relevantes del muralismo de su país junto a David Alfaro Siqueiros y Clemente Orozco. Sus murales se destacan como una pintura narrativa, poderosa y dramática de un fuerte sentido comunicativo. Son la expresión de un movimiento artístico que casi nació con el siglo y que por su dimensión realista entró en contrapunto con la pintura abstracta en la cual se refugió gran parte del arte burgués. Rivera había nacido en Guanajuato en 1886.

Fue el muralismo mexicano un movimiento artístico desarrollado con posterioridad a la revolución mexicana y al calor de su influencia. Contaba con los antecedentes de la práctica artística del período precolombino, así como también con los de los murales desarrollados por la Iglesia católica para catequizar al campesinado indígena analfabeto. Es precisamente esta condición cultural la que llevó a José Vasconcelos, al frente de la educación mexicana hacia 1920, a estimular la producción de murales con la finalidad de promover los ideales de la revolución y educar políticamente a un pueblo que seguía siendo mayoritariamente analfabeto. Nos encontramos con la fuerza de las imágenes, destinadas como vehículos transmisores de valores ideológicos y morales a formar políticamente al pueblo. No era algo novedoso en la historia del arte; ya en la Edad Media, el papa Gregorio Magno había convertido a las imágenes de las paredes de las iglesias en el instrumento más apto para evangelizar a la población campesina. Las imágenes eran la “biblia de los pobres”: estos no podían leer las Santas Escrituras, pero sí podían ver a aquellas. Es así como para José Vasconcelos el arte debía propagar una nueva ideología y ser capaz de liberar al pueblo de formas culturales propias de la opresión católico-española. Los murales serían el pilar más importante para fundamentar la política cultural y lograr con ellos una ruptura con el pasado colonial. En Diego Rivera encontrará el ministro de cultura al principal sostenedor de sus ideas en cuanto a la función social del arte.

Diego Rivera tuvo desde niño inquietudes artísticas. Inició su formación en la Escuela Nacional de Bellas Artes, heredera de la Academia Nacional de San Carlos, y obtuvo una beca para ir a estudiar a Europa, continente en el que permaneció casi permanentemente entre 1907 y 1921. En España se radicó en Madrid y allí estudió en el taller de Eduardo Chicharro y Agüera, uno de los más destacados pintores realistas españoles. En 1909 viajó a Francia y trabajó en las escuelas al aire libre de Montparnasse y en las orillas del Sena. Son los años en que recibe la influencia del cubismo que está desarrollando Pablo Picasso. También viaja a Italia y allí estudia las artes etruscas, bizantinas y renacentistas. Considera a los grandes maestros del Renacimiento como modelos de lo que debe ser un artista y sus obras.

Rivera se entusiasma con la idea de un México que se está sacudiendo el dominio colonial, de un México que vuelve a pertenecer al pueblo después de siglos de dominación española y admira al líder campesino revolucionario Emiliano Zapata. Cuando regresa a México, hacia 1921, en las paredes cuenta con el soporte para expresar sus ideas artísticas. Se trataba de desarrollar murales realistas con alto contenido ideológico para formar las nuevas almas de la revolución.

En 1922 se afilia al Partido Comunista mexicano, aunque su relación con esta organización será conflictiva a lo largo de los años. En primer lugar, porque no adhiere a los principios del realismo socialista como estética. En segundo lugar, porque cuando viaje a la Unión Soviética en 1927 –en ocasión del X Aniversario de la revolución rusa– se relacionará con Octubre, grupo de artistas que se oponían a la estética que el estalinismo consideraría como exclusiva y que pretendía desarrollar ciertamente un arte revolucionario pero no dogmático. Rivera consideraba que los artistas soviéticos debían abrevar en las tradiciones artísticas de Rusia, inclusive en el arte de los íconos, y encontrar en ellas la fuente a partir de la cual desarrollar un arte nuevo para una sociedad nueva. En tercer lugar, porque la fama que Rivera adquirirá a partir de sus murales será tal que en los propios Estados Unidos los Rockefeller querrán que les pinte murales, lo que llevará al artista mexicano a su periplo norteamericano. En cuarto lugar, por su particular relación con León Trotsky, el ilustre revolucionario ruso perseguido por el estalinismo, al que le consiguió asilo político en México.

Al regresar de la Unión Soviética el Partido Comunista lo expulsó de sus filas. Las turbulentas relaciones de Rivera con dicha organización amenguaron en los últimos años de su vida cuando fue readmitido en ella, como era su anhelo, después de que, en ocasión de la muerte de su esposa Frida Kahlo en 1954, realizara la ceremonia de cubrir su féretro con una bandera roja con la hoz y el martillo.

Examinaremos ahora algunas de sus obras.

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Paisaje Zapatista. El guerrillero, óleo sobre tela de 1915, es un retrato de Emiliano Zapata compuesto en estilo cubista. Un conjunto de formas geométricas, entre las que se destaca aquella que representa a un fusil, con lo cual se está indicando que el guerrillero campesino debe ser la base del nuevo poder revolucionario. Asimismo, la cartuchera y el sombrero de los zapatistas refuerzan esta idea.

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Ubicado en la Escuela Nacional Preparatoria, vemos aquí a La creación, su primer mural. Realizado entre 1922 y 1923, incluye motivos cristiano-europeos, pero tal, si se quiere, eurocentrismo contrasta con los tipos indígenas y mestizos de su México natal. Al centro y desde la esfera celeste parten las manos de Dios Padre creando el mundo. Un mundo donde se resaltan las mujeres indígenas como queriendo aludir a la Madre Tierra por la relación entre el principio femenino y todo lo relacionado con lo telúrico. El tema es demasiado abstracto y alegórico. El estilo demasiado imitativo. Aunque los tipos de los personajes escogidos hacen una referencia especial a las mezclas raciales mexicanas y al paisaje de México, por el simbolismo se apunta a las tradiciones italianas. Junto al Dios Padre, sugerido por las manos de la creación en su postura de bendición, nos encontramos con el Hijo de Dios, claramente identificado por la extensión de sus brazos en cruz, mientras el triángulo respecto del cual se superpone la figura del Hijo alude a la Santísima Trinidad. Se visualizan los símbolos de los cuatro evangelistas: el hombre (San Mateo), el león (San Marcos), el toro (San Lucas) y el águila (San Juan). Su lenguaje pictórico se transformará en los murales siguientes que adquirirán una dimensión más política.

Veamos ahora algunas de las pinturas de las paredes de los patios interiores de la Secretaría de Educación Pública. En el Patio del Trabajo nos encontramos con tres murales correspondientes al ciclo de frescos “Visión Política del Pueblo Mexicano”.

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Mujeres tehuanas nos presenta tres mujeres indígenas, dos de ellas paradas y llevando sobre sus cabezas, la de la izquierda, una canasta con los frutos de la tierra (bananas, ananás), y la de la derecha, un ánfora. La tercera mujer, representada de rodillas y de perfil, dirige la mirada hacia abajo, hacia la tierra, cuya fuerza nutriente ha dado origen a los frutos del trabajo. Completan la composición fragmentos de dos arcos como una referencia a la arquitectura clásica de la antigua Roma.

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En Entrada a la mina vemos destacada en la parte inferior y hacia el centro una puerta oscura que está como esperando a los esforzados mineros que están entrando a través de ella para que la mina termine succionando sus fuerzas. Las espaldas indican el esfuerzo físico, el trabajo fatigoso, pero también la majestad de Dios ya que solo su espalda es lo que Moisés –en tanto hombre– puede ver de Dios debido a la fuerza avasalladora de la imagen divina. Las espaldas nos están indicando que es el mismo Dios con los mineros el que se está introduciendo en la mina. El mural nos dice que la avaricia de los capitalistas ni siquiera respeta a Dios. Tenemos, pues, que Dios (el minero) se introduce en la mina para trabajar junto al obrero. Tablones, palas, picas son las herramientas del trabajo agotador.

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En El Ingenio o El Trapiche, de 1923, el ritmo del trabajo parece ser acompasado, como si una tenue música estuviese marcando el movimiento de los cuerpos cuyas manos firmemente sostienen largos y finos palos para revolver la materia líquida que ha sido volcada en sendos recipientes circulares. Las cuatro figuras del centro, por la forma en que se contornean, parecen ser bailarines de ballet. ¿Acaso el trabajo tiene su propia música? ¿Acaso el ritmo acompasado que nos sugieren las figuras es una forma de aludir a un trabajo vital que liberado podría llegar a ser una armonía musical?

En el Patio de las Fiestas tenemos dos frescos que aluden a las fiestas populares mexicanas y que también forman parte del ciclo “Visión política del pueblo mexicano”.

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La fiesta del maíz refleja un maizal engalanado por los campesinos para participar de una fiesta. También hay tiempo para el esparcimiento y la diversión. Y la planta del maíz, del maíz que ha sido cultivado y cosechado, que ha sido producto del trabajo, ahora se convierte en un “árbol”, si se quiere navideño, para la fiesta. El maíz ha transitado del trabajo cotidiano al rito del feliz nacimiento.

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Los pueblos de América son los pueblos del maíz, porque el maíz mismo es la sustancia de la que está hecho el hombre, porque el maíz es su alimento de todos los días; entonces el maíz es también esta Ofrenda, lo otorgado al mundo divino. Es el don que se ofrece a los dioses para compartir con ellos la sustancia de la vida. Como el maíz es el alimento del hombre, entonces se ofrenda a los dioses lo más preciado, lo más vital, que es precisamente el maíz. Hombres y dioses comparten una misma sustancia vital.

Asimismo, en el Patio de las Fiestas se encuentran los murales del ciclo “Corrido de la Revolución Proletaria / Corrido de la Revolución Agraria”, que muestra escenas de la lucha revolucionaria, la formación de cooperativas y la victoria sobre el capitalismo.

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Uno de ellos es En el arsenal, donde Frida Kahlo, al centro, reparte fusiles y bayonetas a los trabajadores dispuestos a la lucha, mientras otra mujer, hacia la derecha, porta en sus manos un cinto con municiones. Junto a esta, un niño con el pañuelo rojo de pionero está como sumándose a la lucha. Frida Kahlo viste una camisa roja, con lo cual se refuerza la ideología de los combatientes. Trabajadores firmes y decididos los empuñan teniendo como norte la lucha por la libertad. La hoz y el martillo, emblema de la alianza obrero-campesina, emblema del comunismo, refuerza la dimensión política e ideológica de esta composición.

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En La tierra fecunda, del ciclo de frescos “Canto a la tierra y a los que la trabajan”, el pintor recurre a Tina Mondotti como modelo para pintar figuras femeninas con un fuerte alegorismo. Se identifica a la mujer con la tierra. El molino, la máquina agrícola, los campesinos esforzados, son como elementos que se encuentran bajo la señal impartida por la mujer-tierra. Las cuatro aves nos indican el espíritu del aire y del viento que, como soplo vital a través de la mujer, llega a la tierra fusionando alegóricamente a una y otra. El soplo vital está como surgiendo de una cabeza angelical. Esta transmite la bendición de un cielo azul al fruto del trabajo que descansa en la palma de la mano derecha de la mujer tierra. Y a esta última a su vez la vemos como presidiendo a musculosos trabajadores entre los cuales se destaca la figura de un indígena que lleva consigo una corona de plumas. Todo el conjunto se encuentra bajo el patronazgo de dos figuras indígenas entras la cuales resalta nítidamente una estrella rojiza de cinco puntas.

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Construyendo el Palacio de Cortés, correspondiente al ciclo “Historia del Estado de Morelos. Conquista y Revolución” desarrollado entre 1930 y 1931, es un mural que revela cómo Hernán Cortés y los conquistadores españoles han reducido al pueblo indígena a la condición de un trabajador esclavizado. Con su esfuerzo cotidiano debe levantar el palacio del nuevo amo. Las lanzas, sables y picas de los conquistadores son las que vigilan el trabajo del campesino y las que están preparadas como resguardo para reprimir todo intento de libertad. Los trabajadores indígenas, hombres y mujeres, entregan al conquistador los frutos de su trabajo: huevos, pescados, frutas. Un trabajador carga sobre sus espaldas un pesado objeto, otro con un martillo está picando una pared; todo denota el esfuerzo físico del trabajo. La escalera, al centro, revela la escala que separa al conquistador español del conquistado indígena.

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En Ingenio de Azúcar, del mismo ciclo, vemos al conquistador montado en un caballo blanco, con una larga vara, dando órdenes a un nutrido grupo de campesinos indígenas, también de blanco. Es como una contradicción entre la luz del caballo del europeo y la luz de las ropas de los trabajadores nativos. ¿Acaso son como dos luces, dos mensajes celestiales, enfrentados en la América profunda? ¿Es como si estuviésemos ante dos modalidades antagónicas del ser? ¿Acaso es el desafío para que América encuentre una síntesis superadora? Ironía de la representación: el caballo blanco del conquistador es la luz, pero también son luces blancas las ropas del indio. ¿Acaso son las luces de Europa y América enfrentadas? ¿Acaso son el signo celeste que nos está diciendo que debemos encontrar formas superadoras de este antagonismo? ¿Cuál es la síntesis posible?

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Unas palabras sobre los murales que le habían encargado en los Estados Unidos: Rivera se había propuesto pintar en el país de la industria una epopeya alegórica de la máquina, la incorporación en ella de la inteligencia y de la ciencia. Pero junto a la máquina está el obrero. Y ya Marx había señalado a la máquina como el recurso más importante para reducir la jornada de trabajo, pero que bajo la forma capitalista en que la máquina se desarrolla, esta se convierte en una herramienta del capital para prolongar la jornada de trabajo y explotar más al obrero. Entonces, una alegoría de la industria y de la máquina debía serlo también de las luchas obreras por superar la alienación y explotación, y ello lógicamente lo llevó a introducir en el mural una imagen de Lenin como profeta proletario. Todo ello terminó por generar un escándalo y el mural, destruido en los Estados Unidos, fue luego “reconstruido” en México.

Fuentes consultadas

Gran Enciclopedia Universal Espasa-Calpe (2005), Tomo 27, Buenos Aires, Planeta.

Kettenmann, Andrea (2018). Diego Rivera. Un espíritu revolucionario en el arte moderno (1886-1957), s/d, Taschen.

Wolfe, Bertran (1923). La fabulosa vida de Diego Rivera, México, Diana.

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